Cuando viajo a ciertos lugares tengo la sensación de volver a casa, de encontrarme con viejos conocidos o familiares a los que no veía desde hace mucho tiempo. Eso me ocurrió cuando visité Roma por primera vez. Me volvió a ocurrir en Pompeya, y me ha sucedido de nuevo en Grecia. Reconozco que a veces me puede mi espíritu soñador. Donde hay piedras yo no solo veo piedras, veo vida, amores, desamores, odios, miedos y esperanzas, tragedia y comedia, de las gentes que las habitaron tiempo atrás.
Una vez oí a un arqueólogo que refiriéndose a su trabajo en Pompeya afirmaba que aquello era arqueología sentimental.¡Que hermosa frase! Y qué bien define lo que yo siento en esos lugares. Cuando me siento en una piedra de la cávea de un teatro romano o griego no puedo evitar preguntarme quién se sentó en ese mismo lugar hace más de dos mil años, como sería su rostro, a quiénes amaba y quienes le amaban, cuales serían sus sueños, qué sintió allí sentado…y a dónde fue a parar todo aquello que una vez fue carne animada.
Ese sentimiento se incrementa cuando estoy delante de una inscripción funeraria. ¡Cuánto encierran en sus escasas siglas esas pequeñas losas romanas, con su deseo de que la tierra sea leve al difunto! A veces se acompañan de estelas con imágenes relativas a la vida del muerto, igual que hacían los antiguos griegos.
Existe un lugar en Atenas llamado Keiramikós. Es un antiguo cementerio –el Cerámico- que en su día estuvo a las afueras de la ciudad y que hoy se puede visitar, pasear por sus calles como antaño, y leer las inscripciones y epitafios de quienes fueron enterrados allí a lo largo de los siglos. Allí fue enterrada una mujer hacia el 430-420 antes de nuestra era. Se llamaba Ampharate y era madre y abuela. Debió pertenecer a una familia pudiente, porque su estela es de buen tamaño y se acompaña de un relieve en el cual aparece sentada en una silla. Con su brazo izquierdo sostiene a un bebé sobre las rodillas, mientras con la derecha sujeta un biberón de cerámica. El niño extiende su mano hacia la abuela, con la palma abierta, como si quisiera tocar su rostro. Sobre las figuras, en un dintel sostenido por dos pilares está grabada la inscripción de su epitafio, que traducido dice así:
Sostengo aquí al querido niño de mi hija,
a quien sostuve en mis rodillas cuando estábamos vivos
y veíamos la luz del sol,
y ahora, muerta, lo sostengo muerto.
Hoy he querido recordar a Ampharate, quién a través de los dos mil cuatrocientos años que nos separan, ha sabido hacerme llegar su amor por su nieto más allá de la muerte. Que la tierra os sea leve, a los dos.
Una vez oí a un arqueólogo que refiriéndose a su trabajo en Pompeya afirmaba que aquello era arqueología sentimental.¡Que hermosa frase! Y qué bien define lo que yo siento en esos lugares. Cuando me siento en una piedra de la cávea de un teatro romano o griego no puedo evitar preguntarme quién se sentó en ese mismo lugar hace más de dos mil años, como sería su rostro, a quiénes amaba y quienes le amaban, cuales serían sus sueños, qué sintió allí sentado…y a dónde fue a parar todo aquello que una vez fue carne animada.
Ese sentimiento se incrementa cuando estoy delante de una inscripción funeraria. ¡Cuánto encierran en sus escasas siglas esas pequeñas losas romanas, con su deseo de que la tierra sea leve al difunto! A veces se acompañan de estelas con imágenes relativas a la vida del muerto, igual que hacían los antiguos griegos.
Existe un lugar en Atenas llamado Keiramikós. Es un antiguo cementerio –el Cerámico- que en su día estuvo a las afueras de la ciudad y que hoy se puede visitar, pasear por sus calles como antaño, y leer las inscripciones y epitafios de quienes fueron enterrados allí a lo largo de los siglos. Allí fue enterrada una mujer hacia el 430-420 antes de nuestra era. Se llamaba Ampharate y era madre y abuela. Debió pertenecer a una familia pudiente, porque su estela es de buen tamaño y se acompaña de un relieve en el cual aparece sentada en una silla. Con su brazo izquierdo sostiene a un bebé sobre las rodillas, mientras con la derecha sujeta un biberón de cerámica. El niño extiende su mano hacia la abuela, con la palma abierta, como si quisiera tocar su rostro. Sobre las figuras, en un dintel sostenido por dos pilares está grabada la inscripción de su epitafio, que traducido dice así:
Sostengo aquí al querido niño de mi hija,
a quien sostuve en mis rodillas cuando estábamos vivos
y veíamos la luz del sol,
y ahora, muerta, lo sostengo muerto.
Hoy he querido recordar a Ampharate, quién a través de los dos mil cuatrocientos años que nos separan, ha sabido hacerme llegar su amor por su nieto más allá de la muerte. Que la tierra os sea leve, a los dos.