Hoy no tengo ganas de escribir. A veces pasa que uno querría contar algunas cosas, poner negro sobre blanco ese batiburrillo de ideas que van y vienen como locas por su cabeza, sin parar un segundo, superfluas unas, profundas otras; pero ocurre que uno no tiene ganas. Y entonces uno se dedica a otras cosas: a oír música, a la lectura, a ver alguna película, a hacer planes de futuro o, sencillamente, a pensar en las musarañas. Pero uno no piensa en las musarañas como todos los demás, no, en absoluto: uno piensa en las musarañas con la firme voluntad de hacerlo, con plena consciencia. Porque las musarañas son algo muy importante para uno y porque, de algún modo, han marcado su vida. Probablemente convendría que uno aclarara en este punto que diablos son las musarañas, dado que uno no habla de una entelequia sino de algo muy real. Sepan aquellos que no estén al corriente que las musarañas de las que uno habla son mamíferos insectívoros, de tamaño minúsculo, que campan a sus anchas por nuestros campos y bosques, invisibles a los ojos del hombre común, deslizándose como fantasmas bajo la hojarasca, moviéndose incansablemente en busca de su alimento, de acá para allá, yendo de un lado a otro como locas. Como las ideas de uno por su cabeza.
Quizá por eso uno se ha acordado ahora de las musarañas. Quizá por eso uno está pensando ahora mismo en ellas y no tiene ganas de escribir. ¿Y qué tienen de importante las musarañas para que uno piense en ellas? Uno no sabría explicarlo, pero una vez -hace ya veinte años- una musaraña diminuta, menor que su dedo pulgar, le abrió a uno los ojos a la realidad del mundo. Sí, así como suena. Uno andaba ofuscado, tras un conflicto personal, una fuerte discusión. Y entonces uno se echó al monte para desfogarse o para huir del mundo o para autocompadecerse. Quién sabe. El caso es que estando uno en ese estado en el que el mundo parece confinarse en sus propios problemas, el suelo del bosque comenzó a moverse, las hojas muertas a levantarse. Y entonces uno se olvidó de todo y toda su atención se concentró en ese movimiento que se acercaba hacia su cabeza tendida en el suelo. Hasta que por debajo de una hoja asomó su hociquillo aquella diminuta musaraña, con sus ojos vivos a escasos centímetros de los ojos de uno, con su nariz respingona e increíblemente móvil husmeando el aire y, tras unos segundos, con un desprecio absoluto hacia uno, volvió a sumergirse bajo el mar de hojas muertas y se perdió en su mundo invisible de oscuridad y lombrices.
Y a uno se le quedó cara de bobo. Y uno aprendió un gran lección aquel día, porque uno se dio cuenta de que el mundo seguía adelante, sin importarle un comino los problemas de uno. Y que de hecho esos problemas no eran tales, sino una simple formación mental subjetiva, pasajera, irreal, impermanente, como la presencia de aquella musaraña. Como esas ideas que van y vienen como locas por la cabeza de uno, sin parar un segundo, superfluas unas, profundas otras, y que le quitan a uno las ganas de escribir.
Así que, decididamente, uno no va a escribir nada hoy. Porque uno no tiene ganas.
Quizá por eso uno se ha acordado ahora de las musarañas. Quizá por eso uno está pensando ahora mismo en ellas y no tiene ganas de escribir. ¿Y qué tienen de importante las musarañas para que uno piense en ellas? Uno no sabría explicarlo, pero una vez -hace ya veinte años- una musaraña diminuta, menor que su dedo pulgar, le abrió a uno los ojos a la realidad del mundo. Sí, así como suena. Uno andaba ofuscado, tras un conflicto personal, una fuerte discusión. Y entonces uno se echó al monte para desfogarse o para huir del mundo o para autocompadecerse. Quién sabe. El caso es que estando uno en ese estado en el que el mundo parece confinarse en sus propios problemas, el suelo del bosque comenzó a moverse, las hojas muertas a levantarse. Y entonces uno se olvidó de todo y toda su atención se concentró en ese movimiento que se acercaba hacia su cabeza tendida en el suelo. Hasta que por debajo de una hoja asomó su hociquillo aquella diminuta musaraña, con sus ojos vivos a escasos centímetros de los ojos de uno, con su nariz respingona e increíblemente móvil husmeando el aire y, tras unos segundos, con un desprecio absoluto hacia uno, volvió a sumergirse bajo el mar de hojas muertas y se perdió en su mundo invisible de oscuridad y lombrices.
Y a uno se le quedó cara de bobo. Y uno aprendió un gran lección aquel día, porque uno se dio cuenta de que el mundo seguía adelante, sin importarle un comino los problemas de uno. Y que de hecho esos problemas no eran tales, sino una simple formación mental subjetiva, pasajera, irreal, impermanente, como la presencia de aquella musaraña. Como esas ideas que van y vienen como locas por la cabeza de uno, sin parar un segundo, superfluas unas, profundas otras, y que le quitan a uno las ganas de escribir.
Así que, decididamente, uno no va a escribir nada hoy. Porque uno no tiene ganas.