domingo, 21 de septiembre de 2008

CABALLOS

“Un caballo te matará”. Así lo había afirmado la pitonisa aquella lluviosa tarde de invierno, veinte años atrás, cuando Bernardo y su amigo Daniel, azuzados por un par de botellas de vino barato, habían acudido a su consulta para burlarse de la anciana y dejarla en evidencia. Al principio el suceso le había hecho reír, sin duda la pitonisa, ofendida en su orgullo y descubierta en su falsedad había intentado salvar los muebles lanzando aquella invectiva, a modo de maldición gitana como último recurso, tratando sin duda de asustarlos. Luego, unos meses más tarde, ocurrió lo de Daniel. El atraco en plena noche y la puñalada, mortal de necesidad, que segó la vida de su amigo. “Tú morirás a hierro”, le había vaticinado la pitonisa a Daniel aquella misma tarde de invierno.
A partir de entonces, el carácter de Bernardo se había ido ensombreciendo poco a poco. Primero empezaron los sueños, terribles pesadillas en que caballos desbocados lo arrasaban en plena calle o se veía caer de la grupa y fracturarse el cuello. Después, aquella frase empezó a convertirse en un constante repiqueteo en sus oídos. “Un caballo te matará”. Aquella frase y aquel animal terminaron obsesionándolo. Sentía pavor cada vez que oía acercarse una calesa y huía veloz a refugiarse en el primer soportal disponible, sin atreverse a salir hasta que el sonido de los cascos lejanos avisaba de que el coche de caballos desaparecía al final de la calle.
De nada sirvieron las consultas a médicos y psiquiatras. Los especialistas le aconsejaron que intentara acercarse a los caballos, que se enfrentase a su miedo, la única manera a su juicio de superarlo. Pero Bernardo se negaba en rotundo. Le espantaba la sola idea de estar cerca de una de esas bestias. Como último recurso, el consejo de su galeno fue que, al menos, se rodeara de objetos relacionados con los caballos: pinturas, figuras u objetos relativos al mundo equino, como primer paso para superar su enfermiza obsesión antes de poder acercarse a un caballo de carne y hueso. Desesperado, Bernardo transigió, y así su casa se fue plagando de efigies ecuestres, de cuadros, alfombras, lámparas, maceteros y todo cuanto pudo recolectar a lo largo de los años que representara, al completo o parcialmente a un caballo. Su hogar se convirtió en su refugio los años siguientes. Se separó de amigos y familiares y se enclaustró entre aquellas paredes forzándose a sí mismo a contemplar y a convivir cada día con aquellos corceles de óleo, metal o tela que le rodeaban y que parecían desafiarle con su mirada arrogante e indomable. Cada vez salía menos a la calle, salvo para lo imprescindible, volviendo luego a su refugio, donde aquellos fetiches parecían, después de tanto tiempo, tranquilizarle y proporcionarle algo de protección, cual si de amuletos totémicos se tratase.

Aquella mañana, el forense dio sus primeras impresiones sobre la causa de la muerte de Bernardo Villaescusa. La señora que se ocupaba de las labores de la casa lo había encontrado tendido en el suelo del patio de la casa, sobre un gran charco de sangre. El finado había debido resbalar en el suelo mojado por la lluvia de la noche anterior, cuando se disponía a regar las plantas, golpeándose en la cabeza al caer con un macetero que le rompió el cráneo, un enorme macetero de bronce sobre cuyo cuerpo sobresalía, desafiante y aún manchada de sangre, la cabeza de un hermoso caballo dorado.

sábado, 20 de septiembre de 2008

SOBRE DERECHOS Y DEBERES

Siempre me ha sorprendido ver en los centros sanitarios de la Junta de Andalucía los carteles informativos sobre los derechos y deberes de los pacientes o usuarios, como se les llama ahora: una larga lista de derechos (30) y una mínima lista de deberes (6). Derechos que todo el mundo exige cuando se tercia –cosa absolutamente normal y nada reprochable- y deberes que una gran mayoría parece desconocer o, simplemente, les importan un pijo. Deberes que incluyen, entre otros, el cuidado del material y el trato respetuoso hacia el personal que les atiende. Y esta desigualdad entre los platillos de la balanza no responde a otra razón más que la obsesión enfermiza de los cargos públicos por lo políticamente correcto, por quedar bien ante los electores, somos los más chachis, supermodernos, el cliente (y la clienta, faltaría más) siempre tiene la razón y toda esa monserga. Así que una parte nada desdeñable de la clientela se envalentona a menudo, sintiéndose respaldada por sus derechos del usuario y se pasa los deberes por el forro de la entrepierna, además de pasarse también varios pueblos. Nunca he visto a nadie montar un pitote por tener que esperar su turno en la cola del banco, o llamar a un funcionario de hacienda “chaval”, “quillo” o “muchacho” o a una funcionaria “muchacha” o directamente, “chocho”. Pero sí lo he visto a menudo en los hospitales al referirse al personal sanitario, especialmente a los que más tratan con paciente y familia, auxiliares y enfermeras.
En los servicios de urgencias la cosa es mucho más sangrante. A menudo se ha llegado incluso a la agresión física. La verbal es moneda corriente. Comprendo que la enfermedad suele ser muy jodida y que todo el mundo quiere que se le atienda de inmediato. Pero también es verdad que mucha gente acude a urgencias para evitar tener que esperar la cita en su ambulatorio o centro de salud y que, no contentos con saturar un servicio y recibir en unas horas las atenciones que por vía normal tardarían semanas, montan el espectáculo acusando al personal de vagos sin sentimientos, pasotas de pijama blanco que tratan a las personas como objetos. No saben, o no les importa, que ese personal esté sometido, además de la presión propia de la profesión, a unas condiciones de trabajo a menudo cercanas a la explotación, muchas veces con contratos basura, con bajas que no se cubren y que tienen que suplir los propios compañeros, y un sin fín de despropósitos que sería demasiado largo enumerar.
Por eso, a veces, el asunto toca fondo y pasa lo que pasa. Imaginad la escena. Servicio de urgencias de un hospital comarcal. Un cliente que lleva varias horas esperando, tras haber sido clasificado en función de la urgencia de su patología, comienza a montar el espectáculo a voz en grito, diciendo que a esto no hay derecho, que se le atienda de inmediato, entrando incluso en zona restringida y molestando, por cierto, con sus gritos al resto de los enfermos. El tipo, finalmente accede a la consulta del médico y allí continúa su monserga ante el facultativo: que si tengo derecho a esto y a aquello y rematando con la socorrida frase “porque a ti te pago yo con mis impuestos”.
Ernesto es médico de urgencias desde hace ya muchos años, arrastra ya las tablas suficientes como para que esta situación no sea nueva. La ha vivido ya otras tantas veces. De modo que Ernesto espera pacientemente a que el cliente acabe de despotricar. Entonces saca del cajón de su mesa una calculadora y aparenta hacer unas cuentas. Tras dejar la calculadora sobre la mesa, mira al cliente y sin perder la calma ni elevar la voz le responde:
- Usted me paga a mí exactamente veinte duros.
Ernesto saca de su bolsillo una moneda de cien pesetas y la pone sobre la mesa.
- Aquí los tiene usted – le dice sin perder la compostura y muy educadamente-. Y ahora, váyase a tomar por culo, que no me sale de los cojones atenderle.