domingo, 2 de septiembre de 2007

CUANDO ESTUVE EN SUMAMBIQUE…

No recuerdo su nombre completo. Solo que se llamaba Rafael, pero todos le conocíamos por su apodo, con el que él mismo se presentaba: El Manga. Sí que recuerdo a la perfección su aspecto y su voz, cascada por los años, el salitre y el alcohol etílico que rezumaba cada poro de su cuerpo. Por aquel entonces debía andar pasados los sesenta, aunque quién sabe, igual era más joven de lo que aparentaba. Acudía puntual a la reunión que los amigos hacíamos cada viernes en nuestro local, para hablar de cosas serias antes de hacer una colecta al final y comprar algunas bebidas y algo de picar antes de despedirnos. A menudo aparecía por la puerta, con su pelo aún oscuro repeinado hacia atrás, dejando a la vista una frente amplia y morena, con su cigarrillo en una mano y su litrona de cerveza en la otra, su porte encorvado y vacilante y su cante flamenco por lo bajini. Saludaba educado con un “Buenas noches, señores…” que hacía volver la cabeza a todos los presentes, y del mismo modo educado hacía mutis cuando alguien le acompañaba hasta la puerta con la consabida frase de “Ahora no, Manga, que estamos reunidos. Vuelve más tarde”. Y le oíamos seguir cantando en la calle un poco más, hasta que nos enfrascábamos de nuevo en nuestra conversación.
Siempre volvía, animando a todos a compartir su cerveza y siempre dispuesto a compartir las ajenas. Y siempre había alguien que le animaba a contar sus historias. “Manga, cuéntanos aquello de Mozambique”. Y entonces Rafael levantaba la cabeza y fruncía un poco el ceño, como para dar énfasis e importancia a la historia y comenzaba a relatar, siempre con el mismo comienzo: “Cuando estuve en Sumambique…”
Decía que había sido marino y creo que nadie lo ponía en duda, aunque nadie tenía pruebas de ello. Su apodo así lo avalaba. Le gustaba contar sus historias a aquellos jóvenes y no tan jóvenes que no éramos del barrio, supongo que porque los del barrio ya las conocían de sobra. Por esos años el gaditano barrio del Pópulo andaba muy desmejorado, con mucho paro y mucha ruina, que se sobrellevaba con alcohol y otras drogas. Pero nosotros nunca tuvimos problemas con nadie allí, porque nuestras puertas siempre estaban abiertas y quien quería entraba y salía del local como Pedro por su casa. Como hacía El Manga.
Nos reíamos con él, pero nunca de él, porque acabó siendo uno más de la familia. Un día supimos que había muerto, de una cirrosis hepática, se decía, y todos sentimos la pérdida. Hoy me he acordado de él leyendo “La carta esférica”, de Pérez-Reverte, y me ha venido una sonrisa nostálgica al corazón y a la boca. Donde sea que estés, Rafael, que sepas que algunos todavía te recordamos. Estoy seguro de que a Arturo le hubiese encantado conocerte.

1 comentarios:

Lal dijo...

¿Y a quién no?
Siempre es gustazo conocer gente, y es aún más especial cuando tienen cosas que contar y quieren compartirlas contigo.
Es bonito que te recuerden así como tu le recuerdas a él.